domingo, 14 de marzo de 2021

Cruzando con grandeza la vereda de la vida.

Pasaban los años de su niñez y, aunque nunca tuvo ni buscó explicación alguna, Merche no era la niña conformista que se esperaba, no al menos en todos los aspectos de su vida. Pasaba las tardes mirando a través de los viejos ventanales de la casa familiar, abrigaba  la esperanza de que algo diferente sobreviniera. Cautiva en una casa entristecida por la guerra y por un luto silencioso que no propiciaba que las miradas adultas advirtieran sus inquietudes.

Esas inquietudes se percibían en el brillo apasionado de sus ojos y en los destellos de ilusión que estos desprendían. Una tarde de otoño, desapacible, entre el silbido del viento meciendo en círculos la hojarasca, se percató de los pasos acelerados de su tía Ana. Estaba entrando en el patio, había quedado con las otras mujeres un poco más temprano que de costumbre. Allí compartían charla y costura, su refugio para olvidarse de su insulsa cotidianidad. Merche, abstraída de la charla, prestaba atención a la costura. Las nubes ennegrecieron y dieron paso a una lluvia intensa. Las mujeres recogieron precipitadamente sus cestas de costura y se despidieron.

Merche se quedó mirando cómo aligeraban el paso, las gotas que se deslizaban por los cristales distorsionaban sus figuras. Cuando se alejaron definitivamente, se dio la vuelta y entonces vio que su tía había olvidado un retal de tela de dril. No lo pensó, rebuscó con impaciencia en las bolsas donde guardaban los patrones. Encontró el que buscaba, comprobó que estuviera completo: parte delantera, trasera, bolsillos, presilla, pretina… Ya estaba lo fundamental…

Sintió en el estómago como un hormigueo, estaba emocionada porque al fin tendría la oportunidad de hacer lo que tantas tardes llevaba observando. Dobló por la mitad la tela y la colocó sobre el suelo de madera de la estancia compartida, se arrodilló y fue alisándola muy despacio. Luego ubicó cuidadosamente cada parte del patrón: delantera, trasero, cintura, tiros, altura de cadera y de rodilla…

Colocados los patrones con sus márgenes de costura, los sujetó con las pequeñas planchas de hierro que tenía en la cómoda y unos pocos alfileres. Se levantó para comprobar que todo estaba en la posición correcta. Se agachó de nuevo y con un trozo de jaboncillo, marcó cada pieza. Cogió las tijeras con firmeza, si se equivocaba no habría vuelta atrás. Al principio los cortes fueron muy tímidos, espaciados…, pero ganó confianza al ver que la tela se iba rindiendo ante sus manos.

Notó que se había hecho muy tarde cuando oyó la voz insistente de su madre. Guardó todas las piezas y bajó a cenar. Tenía un brillo especial en sus verdes ojos, nadie lo notó. Al día siguiente, la lluvia se intensificó y las mujeres decidieron no acudir a su encuentro habitual. Se acostó con resignación, ya no se atrevía a seguir sin la ayuda de su tía, confiaba en que ella la ayudaría sin enfadarse, a fin de cuentas, no había estropeado la tela de dril.

Dos días después, la costura se reanudó. La cara de incredulidad de Ana al ver lo que su sobrina había hecho sin ayuda, avivó la curiosidad de las otras mujeres. Comprobaron las partes del patrón y, con una mirada complaciente, Ana le dijo que cogiera aguja e hilo y se pusiera a unir las piezas según ella le fuera indicando. Antes de terminar la semana ya tenía hilvanada toda la pieza, en la siguiente casi había terminado un pantalón para su adorado padre. Entonces su madrina le dijo ¡Decide tú el toque final!

Pasaron algunos años y ya se había convertido en una joven costurera algo reconocida. Recibía algunos encargos, menos de los que le hubiese gustado debido a la escasez de género de la posguerra. Sabía de la existencia de los hermanos Hari y Kiram que comerciaban los fines de semana por los pueblos. Estuvo esperándolos varios domingos y, por fin, en la plaza reconoció su furgón. Con cierta timidez, se acercó y después de un rato de charla, los convenció para que le fiaran las telas, les pagaría cada mes.

Al principio cosía en su casa, pero la luz de las velas molestaba a sus padres. Así que habló con un hermano de su abuelo y este le dejó un pequeño salón cerca de la plaza. Durante las tardes y muchas noches cosía, por las mañanas fue montando una pequeña tienda en la que vendía género relacionado con el hogar. Recibió muchas críticas por atreverse a montar un negocio sola y con pocos recursos, pero recordaba esta etapa de emprendedora con mucho orgullo. A pesar del esfuerzo y de su esmero, el trabajo era demasiado y las ganancias irrisorias. Así que tuvo que cerrar.

A los pocos meses, oyó comentar que en el Ayuntamiento buscaban una persona para crear el censo poblacional. Sin dudarlo, cruzó por el barranco para acortar camino hacia el centro del pueblo y se presentó en la oficina. Supo vencer las reticencias y entró como la primera mujer en ocupar ese puesto. Al recordarlo reía diciendo que el mérito fue de su buena caligrafía. Le gustaba su tarea y se sentía cómoda en la pequeña oficina; sin embargo, antes del año su salud ya había empezado a resentirse a causa de la desafortunada caída. Así que tuvo que renunciar al trabajo.

Después de formar una familia, siguió cosiendo, se hizo modista de la estirpe Barbie y Ken de sus nietas, ejerció de practicante, y siempre, sin una sola queja, cuidando de los suyos de una manera generosa. Así transcurrió parte de la vida de esta pionera nacida en los años veinte del siglo pasado a la que la vida no le brindó más oportunidades.

Nunca le faltó una sonrisa a esta mujer de un pueblo del sur del sur en el que la vida no era fácil, mucho menos para una mujer valiente.

Tenacidad, bondad y resiliencia caracterizaron su transitar por la vereda de esta vida.

Teresa Acosta

 


Canarias: un compromiso ético y tolerante hacia un horizonte sostenible

    Canarias: compromiso ético y tolerante ha cia  un  horizonte sostenible E stoy completamente de acuerdo con los planteamientos fundament...