Pasaban los años de su niñez y, aunque nunca tuvo ni buscó explicación alguna, Merche no era la niña conformista que se esperaba, no al menos en todos los aspectos de su vida. Pasaba las tardes mirando a través de los viejos ventanales de la casa familiar, abrigaba la esperanza de que algo diferente sobreviniera. Cautiva en una casa entristecida por la guerra y por un luto silencioso que no propiciaba que las miradas adultas advirtieran sus inquietudes.
Esas inquietudes se
percibían en el brillo apasionado de sus ojos y en los destellos de ilusión que
estos desprendían. Una tarde de otoño, desapacible, entre el silbido del viento
meciendo en círculos la hojarasca, se percató de los pasos acelerados de su tía
Ana. Estaba entrando en el patio, había quedado con las otras mujeres un poco
más temprano que de costumbre. Allí compartían charla y costura, su refugio
para olvidarse de su insulsa cotidianidad. Merche, abstraída de la charla, prestaba
atención a la costura. Las nubes ennegrecieron y dieron paso a una lluvia
intensa. Las mujeres recogieron precipitadamente sus cestas de costura y se
despidieron.
Merche se quedó mirando
cómo aligeraban el paso, las gotas que se deslizaban por los cristales
distorsionaban sus figuras. Cuando se alejaron definitivamente, se dio la
vuelta y entonces vio que su tía había olvidado un retal de tela de dril. No lo
pensó, rebuscó con impaciencia en las bolsas donde guardaban los patrones. Encontró
el que buscaba, comprobó que estuviera completo: parte delantera, trasera,
bolsillos, presilla, pretina… Ya estaba lo fundamental…
Sintió en el estómago como
un hormigueo, estaba emocionada porque al fin tendría la oportunidad de hacer
lo que tantas tardes llevaba observando. Dobló por la mitad la tela y la colocó
sobre el suelo de madera de la estancia compartida, se arrodilló y fue
alisándola muy despacio. Luego ubicó cuidadosamente cada parte del patrón: delantera,
trasero, cintura, tiros, altura de cadera y de rodilla…
Colocados los patrones
con sus márgenes de costura, los sujetó con las pequeñas planchas de hierro que
tenía en la cómoda y unos pocos alfileres. Se levantó para comprobar que todo
estaba en la posición correcta. Se agachó de nuevo y con un trozo de jaboncillo,
marcó cada pieza. Cogió las tijeras con firmeza, si se equivocaba no habría
vuelta atrás. Al principio los cortes fueron muy tímidos, espaciados…, pero
ganó confianza al ver que la tela se iba rindiendo ante sus manos.
Notó que se había hecho
muy tarde cuando oyó la voz insistente de su madre. Guardó todas las piezas y
bajó a cenar. Tenía un brillo especial en sus verdes ojos, nadie lo notó. Al
día siguiente, la lluvia se intensificó y las mujeres decidieron no acudir a su
encuentro habitual. Se acostó con resignación, ya no se atrevía a seguir sin la
ayuda de su tía, confiaba en que ella la ayudaría sin enfadarse, a fin de
cuentas, no había estropeado la tela de dril.
Dos días después, la
costura se reanudó. La cara de incredulidad de Ana al ver lo que su sobrina
había hecho sin ayuda, avivó la curiosidad de las otras mujeres. Comprobaron
las partes del patrón y, con una mirada complaciente, Ana le dijo que cogiera
aguja e hilo y se pusiera a unir las piezas según ella le fuera indicando. Antes
de terminar la semana ya tenía hilvanada toda la pieza, en la siguiente casi había
terminado un pantalón para su adorado padre. Entonces su madrina le dijo
¡Decide tú el toque final!
Pasaron algunos años y ya se había convertido en una joven costurera algo reconocida. Recibía algunos encargos, menos de los que le hubiese gustado debido a la escasez de género de la posguerra. Sabía de la existencia de los hermanos Hari y Kiram que comerciaban los fines de semana por los pueblos. Estuvo esperándolos varios domingos y, por fin, en la plaza reconoció su furgón. Con cierta timidez, se acercó y después de un rato de charla, los convenció para que le fiaran las telas, les pagaría cada mes.
Al principio cosía en su
casa, pero la luz de las velas molestaba a sus padres. Así que habló con un
hermano de su abuelo y este le dejó un pequeño salón cerca de la plaza. Durante
las tardes y muchas noches cosía, por las mañanas fue montando una pequeña
tienda en la que vendía género relacionado con el hogar. Recibió muchas
críticas por atreverse a montar un negocio sola y con pocos recursos, pero recordaba
esta etapa de emprendedora con mucho orgullo. A pesar del esfuerzo y de su
esmero, el trabajo era demasiado y las ganancias irrisorias. Así que tuvo que
cerrar.
A los pocos meses, oyó
comentar que en el Ayuntamiento buscaban una persona para crear el censo
poblacional. Sin dudarlo, cruzó por el barranco para acortar camino hacia el
centro del pueblo y se presentó en la oficina. Supo vencer las reticencias y
entró como la primera mujer en ocupar ese puesto. Al recordarlo reía diciendo
que el mérito fue de su buena caligrafía. Le gustaba su tarea y se sentía
cómoda en la pequeña oficina; sin embargo, antes del año su salud ya había
empezado a resentirse a causa de la desafortunada caída. Así que tuvo que
renunciar al trabajo.
Después de formar una
familia, siguió cosiendo, se hizo modista de la estirpe Barbie y Ken de sus
nietas, ejerció de practicante, y siempre, sin una sola queja, cuidando de los
suyos de una manera generosa. Así transcurrió parte de la vida de esta pionera
nacida en los años veinte del siglo pasado a la que la vida no le brindó más
oportunidades.
Nunca le faltó una sonrisa
a esta mujer de un pueblo del sur del sur en el que la vida no era fácil, mucho
menos para una mujer valiente.
Tenacidad, bondad y resiliencia
caracterizaron su transitar por la vereda de esta vida.
Teresa Acosta
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