Cuando la palabra germina.
Con el manto que me ha cedido la experiencia y desde la distancia que el
tiempo me autoriza, refrendo el pensamiento del poeta cuando dijo que la verdadera patria del hombre es la infancia.
Era una mañana de mucho calor, septiembre es siempre así en el pequeño
pueblo del valle. Era mi primer día, me habían comprado ropa para esa
nueva etapa tan importante que estaba a punto de comenzar. Yo prefería
seguir como hasta ahora acompañando a mi abuelo a llevar al rebaño a
pastar, pero según él ya tenía edad de aprender. Al parecer esto era muy
importante para ser y para estar en el mundo. Yo, entonces, no entendía
qué me querían decir porque yo creía que ya estaba en el mundo.
Mi abuelo, un hombre que gozaba de la sabiduría que el campo confiere,
insistía para que mi madre bajara al pueblo a hablar con la maestra y
apuntarme en la escuela, que no me hacía bien estar solo con ellos dos,
que debía relacionarme con los otros chicos y chicas del pueblo.
Así que había llegado la hora y allí, ante el edificio de la escuela,
estaba yo aferrado de la mano de mi madre, con muchas mariposas en mi
barriga. Cuando entramos en el pequeño patio se nos acercó una señora que
olía igual que las rosas silvestres de nuestros campos. Nos saludó
cariñosamente y me llamó por mi nombre. Pero si no la había visto nunca
¿Cómo sabía que me llamaba Lucas?
Yo, en un último intento de que no me dejase solo, agarraba con tanta
fuerza la mano de madre que llegué a pellizcarla. Celeste se percató de mi
nerviosismo y, después de despedir amablemente a mi madre, se agachó a mi
lado, me cogió suavemente de la mano y se presentó. Me llevó a un salón en
el que estaban otros niños y niñas. Al entrar me miraron con
curiosidad.
Yo no entendía muchas de las cosas que me decían porque estaba
acostumbrado a hablar solo con mi madre y con mi abuelo. Algunos se reían
de mi peinado y casi todos me preguntaban dónde vivía. Cuando intenté
hablar, aún reían con más ganas. La maestra les explicó que vivía en el
precioso monte de laurisilva que se veía desde el pueblo. Me animó a que
les contara cosas de mi vida. Orgulloso, con mucha vergüenza y no pocos
titubeos, les conté como pude que mi abuelo tenía cabras, conejos, algunas
ovejas y una vaca. Que paseábamos entre laureles, tilos, barbusanos…
Confieso que me gustó que me escucharan, aunque seguían con alguna
carcajada porque decían que yo hablaba cantando. La verdad, entonces no
era consciente de que sus apreciaciones eran ciertas.
Celeste aplaudió y seguidamente toda la clase… ¡Y me sentí un poco más
tranquilo! Luego me ofreció un libro para que leyese en voz alta. Pero no
supe descifrar ni una sola palabra y me sentí perdido, con ganas de salir
corriendo y regresar a mi casa. La maestra se dio cuenta de mi angustia,
–mi madre no le había dicho que no sabía leer– y con una gran sonrisa, me
acarició la espalda y me dijo que no me preocupara, pero yo solo quería
irme.
Fueron pasando los días, las semanas… y Celeste con gran paciencia me iba
explicando los trucos caprichosos de las letras para formar palabras. Con
una gran sonrisa me decía que equivocarse es aprender, que acertar después
de fallar sabe mejor. ¡Cosas de mayores, creía yo!
Los de clase, cada vez reían menos y me incluían en sus juegos gracias a
los esfuerzos de Celeste… Muchos días, cuando el resto de la clase salía
al recreo, ella me llevaba a la pequeña biblioteca y me pedía que eligiera
un libro… Yo no sabía cuál, miraba y escogía aquel que más me atraía por
sus ilustraciones. Celeste con su voz cálida mediaba entre el texto y yo,
leía con una entonación tan expresiva y melódica que yo me fundía con las
historias.
Le hacía repetir las palabras y expresiones que no entendía, le
solicitaba que me señalase con el dedo dónde estaba escrita esa palabra
tan rara o la que más gracia me hacía, me aprendía versos de memoria que
aún recuerdo y repito como Por un sendero salado, camina que te camina, en un caballo de mar,
amazona una sardina…, descubrí el Sáhara y los campamentos de refugiados gracias a la
lectura de Palabras de Caramelo, descubrí que la luna tiene sabor, que se han escrito nanas a las cebollas
y a un olmo seco, conocí piratas, brujas, dioses…
Celeste, cada día nos leía un ratito en clase, después nos pedía que
inventásemos otros cuentos con los personajes de esas historias,
aprendimos a conversar con ellos, a ponernos en su piel para intentar
saber cómo eran y qué sentían y luego, entre todos, escribíamos nuevas
aventuras. Celeste convirtió la clase en una comunidad de estudio.
Así, poco a poco fui aprendiendo a estar en el mundo. Hoy, tengo mi
propia historia en una biblioteca. Regresé al pueblo y visité a Celeste.
La encontré asomada a la ventana de su vieja casa. Aunque con problemas de
visión, me reconoció por mi voz cantarina que el tiempo no ha podido
borrar del todo. Cogí sus frágiles manos entre las mías, saqué del
bolsillo un folio en el que había copiado un poema de Maccanti y le
leí:
Como semilla
que de la luz más honda se desprende,
próximo ya su tiempo para darse,
un día la palabra cae en la tierra
del corazón y allí germina.
Allí germina para darse a otros.
Fue oscureciendo, en silencio miramos hacia el cielo y percibimos el
titilar de las estrellas y a la Luna que, muy despacio y tímidamente, iba
deslizándose hasta acercarse a la ventana de Celeste, ella también deseaba
escuchar sus historias.
Ahora sé lo que es ser y estar en el mundo.
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